En la vida pasan muchas cosas. Le gente las digiere, las asimila, y se
olvidan de mirar atrás y analizar cómo estos eventos les han cambiado. En el
post de hoy escrutaremos, a tenor de una conversación mantenida con un buen
amigo el otro día, cómo nos ha cambiado la vida el rol de manager, responsable
o más feamente ‘jefe’ en los respectivos papeles.
Durante años de trabajos más o menos buenos y remunerados, todos nos
formamos una idea de cómo debía de ser un buen jefe. Habíamos visto a cuatro y
ya teníamos una idea clarita de qué era bueno y qué no. Basurilla como
‘convencer mejor que imponer’, ser comprensivo, flexible, justo, tal.
Y creíamos y nos decíamos los unos a los otros que ‘cuando sea jefe yo
voy a ser diferente’.
El plan era bueno y tanto a mí amigo cómo a mí nos llegó el turno en
su momento.
La directriz era clara: tratar a la gente cómo nos hubiera gustado que
nos trataran a nosotros durante los años de trincheras. Ser flexible, premiar a
quien lo merezca, ser sensible con el descarriado, inflexible con los
deadlines, ser buenos coaches para los más jóvenes y tal y cual.
Todo esto es basura. Es basura porqué parte de una directriz errónea:
que la gente es como nosotros. Sí, por qué nosotros éramos responsables,
trabajábamos las horas que tocaban y más, cuando el equipo nos necesitaba ahí
estábamos.
Pero, ay amigo!, la gente no es así. Si ofreces la mano te toman el
brazo, si un día te muestras flexible con los horarios al tercero lo toman como
derecho adquirido, cuando hay fuego en cubierta ‘me piro a las tres que tengo
yoga’, y cuando los deadlines apremian, ‘no ví tu email, lo siento’.
Aparte de que les resbala todo, no existe tan si quiera un respeto mínimo
a los horarios. Las horas no se hacen (ni en cantidad ni en calidad), y claro,
para cuando uno se da cuenta, lo último que desea es ‘ser flexible, sensible o
coachear’ a ninguno de esos hijos de puta. Y eso origina el conflicto, los
excels apuntando a qué hora entra uno y sale el otro, las vacaciones que no
cuadran, los follones que no se solucionan, y a todo ello, los chavalotes con
el twitter o el Facebook abierto todo el día y de café en café con comida de 2
horas.
Aunque no lo parezca –y quien me conozca no sólo dará fe de ello sino
que confirmará que a menudo se mofan
incluso- soy el tío menos confrontacional del mundo (después de Rai). Evito
follones, todo me va bien, y en general ‘sóc un feliçot’. Pues cómo vive Ampêre
que he tenido que llamar a capítulo a los dos de siempre varias veces, tener
conversaciones de tono muy subido, cagarme en La Moreneta, y todo ello para
nada, para llegar a casa de mal humor y tenso como un palo de escoba mientras los
otros cabrones parecen impermeables a mi apelación al sentido común, el buen
orden empresarial, y el contrato que firmaron de su puto puño y letra.
La gente pasa de todo y se mean sobre el jefe, la empresa que les
paga, y el mundo en definitiva. Y cómo tú eres una buena persona y hay gente
que trabaja bien y no puedes tolerar que unos pocos te pudran el cesto, te
obligas a encabronarte, a marcar la raya, a estimular a la gente a hacer lo
debido, para al final verte convertido en un cabronazo amargado, tan borde y
puñetero que seguramente hubieras sido el peor de los jefes posibles cuando en
el segundo parágrafo te parabas a pensar cómo querías ser cómo jefe.
La gente, la indignidad de la gente, te convierte en un jefe como
todos, en un amargado como todos. A no ser, claro, que hayas nacido hijo de
puta y que para ejercer como tal manejes la posición de poder a tu antojo y
disfrutes con ello. El resto, la gente normal, normalmente perdemos bastante
con todo esto; nos agria, nos envilece, y nos hace envejecer a cambio de cuatro
chapas.
Aun imbuidos de esa dinámica perniciosa, defensiva y fiscalizante, hay
un reto que se mantiene vigente: no dejar que el conflicto originado por unos
pocos enturbie el clima del grupo y saber tratar con dulzura, flexibilidad y
coleguismo a quien lo merezca, proceder no fácil habida cuenta de que hay que
aplicar las mismas reglas para todos.
Este post es pues una mirada atrás a aquello que quisimos ser y no logramos.